Ética pública y corrupción - Red Nacional Anticorrupción
Ética pública y corrupción
(18-Ene-2010) Hablar de la ética pública es hablar de algo casi tan amplio como de la corrupción (en su uso cotidiano1), porque abarca todo lo que define el correcto actuar, claro, acotado al ámbito de la función pública.
En este sentido, la ética pública es aquella que establece los valores que debe cultivar todo servidor público para un adecuado desempeño de su cargo y de las responsabilidades que contrae al aceptarlo. Promueve principios tales como la legalidad, la transparencia, la integridad, la probidad, la lealtad, la tolerancia, entre otros. Muchos de estos valores contribuyen a la lucha contra la corrupción. Tal es así que uno de los propósitos de la ética pública es el de mantener en buen recaudo las conductas de los funcionarios públicos y prevenir, en la medida de lo posible, un conflicto de intereses entre los deseos de éstos y “el bien común” (el interés de todos).
La ética pública refuerza aquellos valores que son necesarios para el sostenimiento del sistema de gobierno. En relación a los actos de corrupción, la ética pública es necesaria en tanto aquellos que quieren servir en el sector público se encuentran proclives a utilizar sus cargos públicos para conseguir un beneficio indebido. Y considerando las importantes responsabilidades que estas personas tienen a su cargo, una conducta impropia podría llegar a poner en riesgo al sistema y su legitimidad.
Ahora, qué sucede con la idea de la ética pública en países como el Perú donde se asume que la corrupción está generalizada tanto en la política como en la población en general. De acuerdo a la encuesta de Proética del 2008 el 92% de los peruanos comparte la primera idea y el 98% la segunda2. Frases como “el poder corrompe” o “todos son/somos corruptos” se afirman como verdades irrefutables que ya forman parte de nuestro inconsciente colectivo. Contrariamente a lo que se podría pensar, este escenario es adverso para la implementación de una ética pública, ya que si bien puede ser convocada, hasta promovida, por todas las voces; en el fondo nadie cree que sirva de algo.
La idea de que todos somos corruptos es lo que ancla nuestro fatalismo. Eso de que las cosas nunca cambiarán, por lo menos no por iniciativa propia, porque ya estamos corrompidos (puaj!). Por eso es importante cuestionar ese prejuicio moralistón y tratar de indagar acerca de sus raíces ¿De dónde viene nuestro impulso por tratar de satisfacer nuestros deseos por encima del deseo de los otros? Para averiguarlo seguramente tendríamos que escarbar no sólo en el discurso político-económico-social hegemónico sino también en la propia naturaleza humana. Y veríamos así que este problema de la corrupción está muy vinculado al individualismo exacerbado y que no es exclusivo de nosotros, los peruanos, sino que se encuentra en todos lados.
Lo que tampoco es exclusivo pero sí característico de nuestro país es el contar con un Estado en el que es difícil confiar (por su limitada capacidad y por sus decisiones sesgadas). Asimismo, se caracteriza por tener canales de representación que no funcionan, un sistema de justicia injusto, instituciones con problemas de institucionalidad, una desigualdad económica y social crónicas, entre otros; elementos que ponen en duda la consistencia de nuestro proyecto nacional.
Entonces, la corrupción autóctona (“a la peruana”) es el resultado de esa tendencia individualista (ese mal globalizado) y de nuestra estructura estatal porosa -y en algunos casos hueca-.
Tomar conocimiento de esta realidad nos debe invitar a derrotar el determinismo y “des satanizar” a la corrupción (tratarla como un problema de carne y hueso) para poder acabar con ella. Eso sí, este no será un trabajo sencillo y posiblemente subsista hasta que no se resuelvan aquellas contradicciones mencionadas que ponen en cuestionamiento los valores que sostienen el sistema democrático.
En esta pelea, de largos rounds, la ética pública servirá para contener los embates de la corrupción, pero no esperemos de ella que se encargue del Knock Out. Leyes como la Ley del Código de Ética de la Función Pública (Nº 27815), la Ley de Transparencia y Acceso a la Información (Nº 27806), la Ley que prohíbe el nepotismo (Nº 26771), la Ley que establece las incompatibilidades contractuales público-privadas de los funcionarios (Nº 27588), la Ley de Lobbies (Nº 28024), la Ley de Participación y Control Ciudadanos (Nº 26300); son normas que ayudan a poner a raya la gestión de los servidores públicos, pero no evitan que sigan proliferando los actos de corrupción. En este sentido, una lucha contra la corrupción que pretenda basarse en el fomento de la ética pública (leyes, reglamentos, códigos de ética, etc.) contribuirá pero será insuficiente.
A ponerse los guantes…
Leonardo Narvarte Olivares
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